viernes, 6 de agosto de 2010

Terca hasta la muerte

Terca y tonta. Dos palabras que me definen bien y las dos tienen que ver entre sí.

No es justo como trato a aquellos que me intentan hacer un favor, no soporto que hagan las cosas por mí.
Si no puedo hacer algo, improviso otra cosa que sea más fácil con tal de no pedir ayuda.

¿Por qué saco a relucir esto?

Porque no me gusta que me inviten a nada, y creo que algunas personas ya lo han comprobado. A pesar de que reniego de las ayudas porque me gusta valerme por mí misma, rehúso cualquier invitación que se me haga únicamente a mí.
Esto se debe, quizás, a que nunca han tratado de invitarme a mí sola a algo. Y todo esto viene a la primera relación que tuve.

Mi explicación no es muy larga, simplemente cada uno se pagaba lo suyo. No podía invitarle se negaba. Si le faltaba dinero se buscaba otra cosa. Sin embargo, si me faltaba dinero a mí, él me lo ponía pero a los días siguientes me lo pedía como si le debiera la vida.

Antes no me parecía un acto tan ruin como ahora. En estos momentos lo pienso y me digo todas las cosas que debí haberle dicho a él en su momento. Alguien que no está dispuesto a compartir ni cinco céntimos quien sabe si es capaz de compartir algo.

Por ello a mí ahora me gusta pagar las cosas a medias o si no, un día invita a uno y otro día invita otro. Pero las invitaciones seguidas... me producen un nudo en el estómago al recordar lo mal que lo pasaba cuando le daba el dinero que le debía.

Me gustaría dejar de ser tan terca y ceder y aceptar las invitaciones.
Me gustaría dejar de ser tan tonta y recordar esos pésimos momentos.

1 comentario:

  1. La gracia de una invitación es, precisamente, que actúas de esa forma sin esperar (¡ni por asomo!) que el objeto de tu invitación se sienta obligado a devolverte nada. Yo entiendo que alguna vez estés pagando y te des cuenta de que te falta dinero para saldar lo que debes... entonces pides prestado y, cuando puedes, devuelves esa cantidad que te han prestado. Pero, joder, no es ni por asomo lo mismo. Las invitaciones son algo que te sale de dentro, porque quieres hacer feliz a alguien descargándole de una obligación, porque son como un regalo de esos que mejor sabor de boca dejan: un regalo porque sí, sin necesidad de que sea tu cumpleaños, tu santo, tu aniversario de bodas o el día en que el gato de la vecina te mordió el pie. También nos hace felices cuando alguien acepta nuestras invitaciones, no sólo cuando las recibimos, porque si continuamente nos rechazan una tras otra... bueno, comienzas a plantearte qué estas haciendo mal para que esa persona intente poner esa distancia de "tú a tus cosas y yo a las mías" siempre de por medio.
    Sinceramente, espero que la persona de la que hablas haya podido comprender por fin ese gran misterio de nuestra existencia: invitar y prestar son dos verbos. Dos verbos diferentes. Con significados diferentes. ¡Oh, bien!

    Sino... bueno, le veo como al ex-marido de la madre de Milhouse (de los simpson). Cantando boleros que lleven por título "¿me prestas un sentimiento?"

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